jueves, 9 de agosto de 2012

Angelelli y la otra Iglesia


Este 4 de agosto se cumplieron 36 años del asesinato de Monseñor Enrique Angelelli, por entonces obispo de La Rioja. El sacerdote era uno de los exponentes de la otra iglesia, aquella radicalmente comprometida con los valores cristianos. La iglesia católica, o para ser más exactos la institución eclesiástica, no reconoció de inmediato el asesinato de uno de sus obispos. La Conferencia Episcopal Argentina reconoció en el año 2001, recién 25 años después, que la muerte de Angelelli se debió a un accidente fraguado, es decir, que se trató de un asesinato y no de un accidente.

Monseñor Enrique Angelleli
Desde hace unos años está presente en la opinión pública la complicidad por parte de miembros del episcopado en los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura militar. Varias investigaciones publicadas en el diario Página/12, realizadas en base a documentos de las Juntas Militares y del Episcopado, dan cuenta de la comunicación regular entre los jerarcas de ambas instituciones. Horacio Verbitsky, en una nota publicada en Página/12 el 4 de noviembre de 2010, hace referencia a los archivos de la Asamblea Plenaria del Episcopado del 10 de mayo de 1976, donde los obispos de Neuquén, La Rioja, Santa Fe, Viedma, Formosa y Posadas exponen los hechos violentos que sucedían en sus respectivas provincias; torturas, persecución, corrupción, allanamientos de parroquias, saqueos, desapariciones, en los que estaban implicados civiles, miembros de la policía y las fuerzas armadas. Allí, Angelelli contó un episodio en el que Luis Estrella, jefe de la base aérea de Chamical -ahora imputado en el juicio por su asesinato- interrumpió su homilía durante la misa y detuvo a varios sacerdotes, religiosas y seminaristas. Estrella clausuró la casa parroquial y el propio obispo fue sometido a una requisa efectuada por los militares. Verbitsky afirma que mientras 19 miembros de las episcopales eran partidarios de la difusión de estas situaciones, 39 obispos fueron partidarios de silenciar los crímenes de lesa humanidad.
Los partidarios del silencio fueron también protagonistas, pues esa iglesia, la iglesia cómplice, pronto dejó de recibir a las víctimas que reclamaban en las diócesis y sus exponentes luego serían vistos en los centros de tortura y exterminio. Así es como supimos además, a través del testimonio de Eduardo Schaposnik -ex detenido desaparecido-, que Monseñor Antonio Plaza, quien visitó Centros Clandestinos de Detención, afirmaba que los Juicios a las Juntas eran “Nüremberg al revés”; o como Christian Von Wernich, el sacerdote condenado a reclusión perpetua, que visitaba asiduamente los Centros Clandestinos Puesto Vasco, Comisaría 5º y Brigada de Investigaciones, entre otros. Junto con Plaza y Von Wernich, otros tantos completan la lista de los sacerdotes y obispos procesistas, entre los que no podemos dejar de mencionar a Adolfo Tortolo, vicario de las Fuerzas Armadas, o Monseñor Bonamin quien afirmaba que “la patria rescató en Tucumán su grandeza, mancillada en otros ambientes, renegada en muchos sitiales y la grandeza se salvó en Tucumán por el ejército argentino”. 

Emilio Mignone -abogado, militante y fundador del Centro de Estudios Legales y Sociales-, cuenta que la noche previa al golpe de estado, los genocidas Jorge Videla y Emilio Massera “se reunieron con la jerarquía eclesiástica en la sede de la Conferencia Episcopal, ubicada en Paraguay 1867 de la Capital Federal” (En Nueva Sociedad Nro. 82 Marzo Abril 1986, pp. 121-128). Mignone afirma que los postulados del catolicismo de los principales referentes episcopales coincidían con los valores cristianos autoproclamados por el régimen totalitario. Algo como esto expresa el Documento de la Conferencia Episcopal Argentina de septiembre de 1976: "(…) hay que recordar que sería fácil errar con buena voluntad entre el bien común si se pretendiera que los organismos de seguridad actuaran con pureza química de tiempos de paz, mientras corre sangre cada día, que se arreglaran desórdenes, cuya profundidad todos conocemos, sin aceptar los cortes drásticos que la situación exige; o no aceptar el sacrificio, en aras del bien común, de aquella cuota de libertad que la coyuntura pide, o que se buscara con pretendidas razones evangélicas implantar soluciones marxistas (…)"
En las antípodas del Nuncio Pío Laghi y del Cardenal Aramburu -entre otros clérigos de la iglesia colaboracionista-, estaban las experiencias de algunas comunidades cristianas de base que se desarrollaban alternativamente y que repensaban la fe desde la práctica. Estas prácticas junto a los sectores populares llevaron a curas, laicos, obispos, monjas y religiosos a la reflexión sobre la opresión y dominación. La articulación de estas experiencias, en la segunda mitad del siglo pasado, dio como resultado una vuelta página en la teología y el cristianismo. El Movimiento de los Sacerdotes para el Tercer Mundo es quizá uno de los ejemplos más fieles de esa iglesia.
En la Argentina fueron muchos los religiosos, no sólo del catolicismo, que forjaron otro modelo de trabajo pastoral dotando los espacios de sentido a través de las prácticas y las reflexiones. Sin ir más lejos, basta con leer las homilías de Angelelli para darse una idea de cómo se convierte la misa en un momento colectivo de reflexión política y humana. Cómo no van a recordar sus homilías las trabajadoras y trabajadores, las familias campesinas y los fieles que asistían a las mismas.
Las desapariciones y asesinatos de cientos de religiosos cumplieron su objetivo político, o biopolítico si se quiere: eliminar el trabajo de la pastoral comprometida y, con ello, anular el surgimiento de la otra iglesia, de aquella que cuestiona. No obstante, debemos reconocer su legado. La experiencia de Carlos Mujica, Juan de Dios Murias, Gabriel Longueville, Monseñor Angelelli, “los Curas Palotinos”, y la de tantos religiosos sobrevivientes del genocidio, está en el tronco histórico de la iglesia que hoy no teme cuestionar; que no teme ni temió acusar a los culpables del genocidio; que no teme desnaturalizar el carácter “natural” de la heterosexualidad y sus secuelas institucionales; que está junto a los campesinos y los pobladores originarios en cada embate de los agronegocios.

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